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Verano en Buenos Aires: Cuento


Un frío de hielo trepa por mi espina. Llega a la cabeza, a mi cerebro. Me paraliza. Mis manos no responden. Mis pies están sepultados bajo una montaña de cemento.

Es una pesadilla. Tiene que ser una pesadilla. O es la realidad, la verdad mezclada con el horror.
Tengo que escapar, salir.

Demasiado real para ser un sueño. Demasiado malo para ser real.

Paralizada.

Es eso. La gente dice que el miedo te deja dura, sin reacción. Pero el miedo ya me superó. Estoy aterrada,

No puedo gritar, y siento hinchado el pecho de aire. Me ahogo y no puedo respirar.

Jadear. Tengo que jadear.

De a poco. Si, así de a poco.

Muevo los dedos de los pies. Ya siento las manos, aunque no las puedo mover.

Me tiemblan las rodillas.

Jadear. Tengo que jadear para poder respirar.

No debo mirar. Cierro los ojos. Pienso en mis piernas. Moverlas, levantarlas lentamente, lento cada centímetro de movimiento.

Rozo algo con mi espalda.

 El frío vuelve a inundarme y me obligo a abrir los ojos.
Todavía está allí. Lo veo. Hasta mí llega su aliento caliente. Una mezcla de ajo, cebolla y orinal.

La mano que tiene el cuchillo brilloso y destellante, tiembla. La boca abierta en una sonrisa.
Los ojos mirando fijos mi cara. Ojos opacos, ojos de loco.

La calle está vacía. Es zona residencial. Todos encerrados en sus departamentos con el aire acondicionado en este mediodía de verano. Nadie a quien pedir ayuda. Nadie a quien gritar.

El pecho afloja la presión. Puedo respirar.

Un paso al costado, la espalda pegada a la pared. Otro paso más. Y otro.
Se acerca. La sonrisa se vuelve dura.

Una línea de saliva corre desde la comisura de la boca hacia el mentón.

Me sorprendo pensando con tranquilidad. Voy analizando cada una de mis posibilidades con una frialdad de criterio que nada tiene que ver con el terror que me paralizó segundos atrás.

Primero: estudiar al enemigo.

El tipo me supera en altura, más de una cabeza. Es corpulento. Está bien vestido, con ropa liviana. Se nota limpio, con la transpiración natural provocada por el intenso calor y humedad de este mediodía caliente en Buenos Aires. Apenas unos pelos rasos sobre un cráneo seborreico, peinados hacia un costado, tratando de disimular una calvicie que hace tiempo dejó de ser incipiente. Parece más un oficinista que salió a almorzar, que un violador o asesino serial, si es que existe algún distintivo especial para los violadores o asesinos seriales (mamá diría: - Nena, mirás mucha tele, vos.).
Segundo: estudiar las posibilidades de responder la agresión con un ataque.

Lo dejo que se acerque más y trato de sacarle el cuchillo. Intento morderle la mano, patearlo en una rodilla o en los testículos. Me quedo con el cuchillo, lo amenazo y llamo al 911. Lo tengo grabado en el celular en el número 9. Viene la policía, se lo llevan y mañana, cuando sale, porque va a salir enseguida, me busca y me… No, mejor intento otra cosa.

Gritar. Es lo que tengo que hacer. Eso es. Gritar. ¡Fuego!, tengo que gritar para que todo el mundo salga y vea lo que pasa. Si grito ¡Socorro! la gente cierra la puerta con llave, no sea que se le meta alguien.

Correr. Lo mejor que puedo hacer es correr.

La boca con la sonrisa dura parece moverse.

Empiezo a sentir el calor que sube del asfalto.

Me da fuerzas para intentar la huida. Salto hacia adelante. Lo empujo. Está mal parado y cae.

Me regodeo en mi suerte. Me envalentono. Tiro una patada hacia su cabeza, que ataja con su brazo.

 Corro cruzando la calle, hacia la esquina. Corro como si me persiguiera el diablo. No oigo que me siga.

Me doy vuelta y miro.

Quiero ver hacia donde va, tengo que evitar que vuelva a encontrarme.

Lo veo. Está arrodillado, juntando unos papeles. Los acomoda en algo sobre el piso. Levanta el cuchillo. Mira a hacia la esquina y me ve.

Grita.

Algo grita que no entiendo. Algo así como ¡loca de mierda!... y con una pinza plateada y brillante, prensa los papeles sobre una tablilla.

Por Silvia Beatriz Giordano / 2016


Verano en Buenos Aires: Cuento -
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Silvia Beatriz Giordano

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