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Despertar: Cuento ("Serie Los Finales")

Abrió los ojos y los cerró con fuerza varias veces antes de sentarse en la cama. Con el cuerpo entumecido y la cabeza embotada, se encaminó al baño sin encender la luz. El golpe de la tapa del inodoro al cerrarla le repercutió en la cabeza y maldijo los whiskys y puchos que había consumido hasta el hartazgo la noche anterior. Tanteando en el botiquín rescató una aspirina y la metió en la boca. El gusto ácido hizo regurgitar su estómago produciéndole una violenta arcada. Tomó un poco de agua y a los tropezones volvió al dormitorio. Con alivio se tiró en la cama, envolviéndose nuevamente en las mantas, dispuesto a dormir. El monótono tic tac del reloj latía dolorosamente en sus sienes. Ubicó con la mirada la esfera luminosa. La mano inestable y torpe por la resaca, erró su destino y desalentado, lo vio rodar hacia el piso. Metió la cabeza bajo la almohada y se resignó al sonido que ahora llegaba de algún lugar desde debajo de la cama. Se durmió con el estruendo de las bocinas de los autos que parecían pasar por su living y el ulular lejano de una ambulancia.

Horas después despertó con la boca seca y la lengua pastosa. El departamento seguía sumido en las sombras. Reacio a abandonar la cama retozó unos minutos, pero la urgencia por desocupar su vejiga lo obligó a levantarse. La luz del baño laceró por un instante su cerebro y los cerámicos helados le enfriaron el cuerpo desde las plantas descalzas de sus pies, despertándolo completamente. Otro día. ¿O tarde? ¿O noche?. No tenía la menor idea de la hora. Buscó en su muñeca el reloj. La franja blanca le recordó la última partida de poker.

El espejo reflejó los ojos rojos en una cara abotagada cubierta por la barba de un par de días. Una mueca amarga marcaba arcos alargados en las comisuras de su boca y las mejillas sumidas y pálidas destacaban las ojeras violáceas.

Metió la cabeza bajo el chorro de agua fría y la dejó correr libre por su cara y cuello. Un vahído inesperado lo asaltó al erguirse bruscamente y arrastrando los pies se encaminó hacia la cocina. La claridad gris que entraba por la pequeña ventana era la misma en cualquier hora del día. El pulmón del edificio nunca recibía la luz del sol y mantenía constantemente el olor agrio a comida y a basura que llegaba desde la planta baja.

Los ojos fijos en la llama azulada de la cocina, el mate ya preparado en la mano y la sensación angustiante de soledad e impotencia era como una estampa repetida que cubría todos sus despertares. No importaba la hora. La estampa se repetía cotidianamente, con cada ingreso a la vida después del sueño. Restos de una vieja excitación parecía acercarse cuando debía salir a trabajar, obligándose a sacudirse la abulia de los hombros, pero desaparecía en cuanto ponía un pie en el marmóreo escalón de entrada al banco. El tedio y el desgano cubría a cada rostro gris de los grises compañeros de tareas en la gris función de administrar riquezas y miserias ajenas.

Automáticamente llenó el mate y lo probó. El amargo sabor de la hierba se mezcló al salado gusto de sus lágrimas. Echó la cabeza hacia atrás y clavó la vista en el techo.

Tres años de ausencia. Tres años de soledad y todavía no se acostumbraba. Lloraba y gemía de dolor como
El primer día de esos tres años. Deambulaba buscando en los rincones la risa de Elisa, sus guantes de lana, la bufanda o su cartera tirada de cualquier forma y en cualquier lugar. Buscaba la voz de Elisa, los pañuelitos de papel, la carpeta de dibujo y sus pinceles que manchaban el tapizado de los sillones porque nunca estaban limpios. Buscaba las manos de Elisa, la ternura de su risa y sus berrinches. La boca de Elisa, sus valles y montes y su aliento a frutillas. La pasión y la alegría de Elisa. La ilusión de un hijo y su sed por la vida. Sus cantos y sus ganas. Su emoción con las viejas canciones entonadas por los también viejos y románticos cantantes italianos. Nicola Di Bari ronroneando en su oido amores lujuriosos y Elisa contándole sus sueños sentada a sus pies. Los dedos de Elisa dibujando en el aire vuelos de palomas sobre el techo de tejas rojas de la casita llena de hijos. Los ojos de Elisa posados en el balcón del departamento viendo un jardín colmado de flores y mariposas. Los brazos de Elisa duplicando el tamaño de la sala para instalar su caballete cerca de la puerta y espiar su llegada desde la ventana.. Elisa en la mecedora al lado de la cama alimentando al bebé. Sus risas y sus ganas. La tarta de manzanas y el mate con cáscara de naranja a las cinco de la tarde, bajo el palo borracho en el patio de la casita de tejas rojas. Elisa con su vestido de tules y mejillas sonrosadas sobre la alfombra roja de la capilla, con un ramo de jazmines y helechos en la mano. Elisa y el teléfono y la voz austera de un viernes a la tarde hablando de lamento, de tráfico accidente y viaje sin regreso. Y soledad. Y tristeza. Elisa, el frío de la morgue y la palidez del fin de los sueños y de las ilusiones. El ya no más de la casita de tejas rojas con un gran jardín y un palo borracho para tomar mate a su sombra. Sin silla mecedora ni bebé.
El viento azotó con rabia las cortinas al deslizar la ventana y se metió como intruso indeseado en el pequeño departamento del noveno piso. Tallos secos y retorcidos emergiendo de la tierra endurecida de las macetas que descansan el en suelo, contra la reja del balcón. Un estremecimiento le recorre la espina. Julio mantiene los árboles desnudos allá abajo, en un paisaje agresivo de cemento y desierto de personas por el feriado nacional.

Usando una maceta de apoyo, se impulsa y se sienta sobre la baranda dejando colgar sus piernas hacia el vacío. Inclina su cuerpo helado y una cuña de inquietud se mete en su estómago. Afirma las manos en el bode duro de hierro y tensa los brazos, listo para dar el envión. La cuña continúa su viaje e invade su garganta, creando un nudo duro que le impide respirar. Corre hasta su nuca y tiñe de destellos su cerebro. Afloja el cuerpo y lo deja deslizar hacia la casita con techo de tejas rojas y palo borracho y jardín y silla mecedora y pinceles. Y Elisa.


Silvia Beatriz Giordano - Publicado Año 2009

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