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Experiencia: Cuento

Siente las piernas tan pesadas como el pecho, donde cada jadeo parece bombear menos aire a sus pulmones. De pronto, dentro del miedo que la envuelve, se encuentra pensando en el segundo aliento que pregonan todos los atletas y que en ese momento necesita imperiosamente. Intenta organizar sus pensamientos, dejando el terror afuera de su mente. Primero, composición de lugar. ¿Dónde diablos está? Puede ser cualquier barrio. No reconoce la calle adoquinada ni las construcciones, en su mayoría galpones de chapa oxidada. La mísera luz que pende en la intersección de las calles ilumina unos metros a la redonda y el centro de la cuadra, por donde avanzaba en ese instante, queda en completa oscuridad. Conclusión: está perdida. Segundo, los pasos. Prestar atención a los pasos que la siguen. Sí. Todavía están allí. Como eco de sus propias pisadas. Aceleran con ella. Se atrasan con ella, con el sonido duro del calzado con suela en contraposición al silencioso golpe de la goma de sus zapatillas. Posibilidades de éxito: nulas, si no encuentra un agujero por donde escabullirse. Se acerca otra vez a la tenue claridad de la esquina. ¿Qué hacer? Le silba el pecho por el esfuerzo. Diez metros... ocho... tres... Doblar. Un zaguán, a pasos de la esquina... Demasiado fácil para su perseguidor, pero la única oportunidad de recuperar algo de aliento. El hoyo que tanto buscaba. Como rata se sumerge en el largo y estrecho corredor de negrura total. El impulso de la carrera hace que su cuerpo choque con la pared lateral, frenándolo de golpe. 
Los dedos deslizándose sobre el muro, la guían para adentrarse en la oquedad. Sus ojos tratan de descubrir una puerta. Se aplasta contra la pared... Los pasos se acercan. Retiene el aire. La silueta se recorta en la boca del zaguán, se detiene, ingresa y da uno, dos, tres pasos. ¿Duda?... Gira y se retira. Suavemente suelta el aire. Sólo queda esperar. Los pasos se alejan en carrera cada vez más lenta hasta convertirse en un caminar desganado. Se pierden en el silencio de la noche. Desliza el cuerpo, hasta quedar sentada en el piso. Flexiona las rodillas, esconde la cabeza entre los brazos y deja fluir su terror en un llanto descontrolado. 
¿Cuánto tiempo? ¿Diez, quince minutos? El anticlimax se hace notar. Su cuerpo está laxo. Sus rodillas como gelatina apenas la sostienen. Vacila al acercarse a la boca del zaguán. Con cautela asoma la cabeza. Ninguna silueta en la calle.

Aspira profundamente. Regresa sobre sus pasos, desandando el camino que hiciera a la carrera minutos u horas antes. Las luces altas de un vehículo anulan momentáneamente su visión. Siente renacer el temor que se desvanece al proseguir el automóvil su marcha. Desde lejos le llega el ulular de una sirena policial. Cruza la esquina en diagonal, alejándose del contenedor que arroja sombras siniestras en los muros de la ochava. Las palmas de las manos están viscosas por la sangre y la transpiración. Sigue avanzando, anestesiando el miedo. Debe seguir. Tiene que seguir.
Las luces de neón de la avenida parecen más frías e impersonales que un rato antes. Ahora espera la señal de paso. Cruza sin mirar a nadie, la vista fija al frente, hacia la calle testigo de su ignominia. Tan oscura como la que dejó atrás, pero menos impersonal. Frentes con rejas que protegen jardines, porches con macetas y muros de ladrillo a la vista, la transforman en residencial. Divisa a lo lejos, las luces de posición de un auto mal estacionado. Camina pegada a la pared, tratando de pasar desapercibida.
La puerta del acompañante, permanece abierta. Se acerca por el lado del conductor y antes de ver su interior, esta vez comprueba que no haya nadie a su alrededor, ningún testigo que la sorprenda e intente detenerla. Abre la portezuela, saca un pañuelo del bolsillo de su campera y procede a limpiar el mango del cuchillo que asoma por entre las ropas del hombre sentado ante el volante. Da vuelta al vehículo, se acomoda en el lugar del acompañante y de un empellón, tira al macadam el cuerpo sin vida. Con el mismo pañuelo, repasa el asiento del conductor. Cierra ambas portezuelas, pone el auto en marcha y se aleja. Un comprador la espera. Las 4 x 4 son las más buscadas y mejor pagas en este negocio. 
Por el retrovisor, busca el bulto en el medio de la calle. El pobre tipo creyó hacerse un levante y su sangre, ahora, mancha el asfalto. Encoge los hombros, aprieta el acelerador perdiéndose en la noche.

Fin
Silvia Beatriz Giordano
Finalista en el Certamen Internacional de Editorial Hespérides 2008
 

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